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LA FRAGATA JOHANNA MARIA (fragmento)

 

 

 

        De los navegantes que serían fieles al barco por más tiempo, Jacob Brouwer, el velero, fue quien durante la primera travesía acaparó menos la atención. Tan sólo el capitán había notado algo particular en él cuando subió por la plancha con la cabeza baja, saludó y enfiló hacia la proa. Y al no saber qué era lo que le había chocado, sospechó que debía de ser su aspecto oscuro. Hay amsterdameses que llevan siglos de padres a hijos residiendo en la ciudad, en los que a cada generación le nace un niño de tez, cabello y ojos tan oscuros que hacen pensar en alguien del mediodía, si no fuera porque tiene la mirada ─triste por lo general─ quieta como un día sombrío de diciembre en Holanda. Brouwer rara vez hacía preguntas, respondía con brevedad y los del cuerpo de proa que ya lo conocían del barrio sabían que le disgustaba tener palabras con otros. Conocía su oficio de forma impecable; se decía que no sabía menos que un piloto, si bien no había estudiado en la academia. Se había enrolado como maestro velero, pero también pudo haberlo hecho como carpintero, pues entendía de la construcción de un barco, sus virtudes y carencias. Aparte de su capacidad y su silencio, se sabía de él que era muy fuerte, pero nada más.

       Cuando todo estuvo en su sitio y el barco dispuesto para zarpar, un día de mayo llegaron los pasajeros. Los alojamientos ocupaban gran parte del cuerpo de popa y no se habían escatimado comodidades. La cámara, ancha, alta, iluminada por una generosa lumbrera, parecía el de una tertulia de caballeros, con su revestimiento de caoba resplandeciente, dos mesas, sendas lámparas y un piano. La compañía naviera había mencionado en los diarios ―con muy buen resultado― la lujosa decoración, pues aun cuando no viajaba ningún personaje ilustre, no quedó camarote sin ocupar. Eran pasajeros como los que solían verse partir hacia Oriente: algunos militares con permiso, el propietario de una plantación, un administrador; sin embargo, eran en su mayoría personas jóvenes al principio de sus carreras, un comerciante que tenía allí un negocio que atender, flamantes funcionarios de gobierno, tenientes recién salidos de la academia, un hijo de padres acomodados que regresaba del internado, señoritas que eran enviadas a las Indias. Promediando mayo, cuando en el norte de Europa todavía puede escarchar por las noches, se embarcaron con sus arcas, fardos, cestas colmadas de abastos de cuanto pudiera resultar necesario durante el largo viaje. Ello provocó una gran algarabía en la popa, de gente haciendo las presentaciones mutuas de rigor, llamando al mayordomo aquí y allá, distrayendo de sus tareas al piloto para entablar conversación con él, los rostros encendidos pese a que había granizo en el aire. Aunque todos se retiraron temprano a dormir.

       Y quienes al día siguiente madrugaron oyeron cómo estaban baldeando ya la cubierta, se dictaban y ejecutaban órdenes, se hacían correr las poleas y usaba su silbato el contramaestre mientras golpeaba el agua contra la banda.

       Cuando el viento sopló de la dirección adecuada, y sin esperar la hora establecida, el capitán le dio al barco lo que requería: la mar. Transcurridas cuatro ampolletas de la guardia de alba, casi todas las velas estaban llenas y la Johanna Maria, cómodamente sotaventada, hendía las aguas de color verde claro, salpicando y espumando en la proa, produciendo el salino burbujeo que refresca y despierta la sed y da ganas de avanzar rápidamente.

       El capitán Wilkens, desde el castillo de popa, contemplaba la escena desde los gallardetes hacia abajo, los ojos radiantes de alegría. Las nubes, de las que acababa de caer un chaparrón que había abrillantado la blancura del velamen, se movían con rapidez en pos de las claras dunas de la costa, aun cuando desde el norte se aproximaban otras más coronando un mar oscuro. Para zarpar no cabía desear un viento mejor. Cuando supo que la velocidad era de doce nudos, se frotó las manos. En ese instante divisó al maestro velero mirando hacia arriba delante del palo mayor, y algo en su mirada lo contrarió. En un arrebato de irritación, lo mandó llamar y le preguntó qué era lo que fallaba. Brouwer, sorprendido por el tono, respondió simplemente que no había nada malo, pero que sólo ahora podía valorar a ciencia cierta sus velas. No obstante que el capitán sabía que no tenía motivo para el disgusto, sentía que algo habría en aquel hombre que no terminaba de agradarle. Ambos eran hombres rectos, pero no se entendían, y la mirada con la que Brouwer escrutaba el velamen era suficiente para que el capitán lo soportara poco, aun a sabiendas de que no le hacía justicia. Debe de ser una fuerza que sale de entrañas más profundas que el corazón la que hace que dos hombres, de cuyas bondades muchos atestiguan, sientan mutua aversión, acompañada a veces de odio; no hay razón ni buena voluntad que les valga, uno no entiende la palabra que pronuncia el otro, por más clara que sea para cualquiera.

       Ya al comienzo de la primera travesía se puso de manifiesto de forma desagradable esa desavenencia. El viento norte remitió, y cuando la Johanna Maria se adentró en el Canal de la Mancha, había niebla. A la altura de Beachy Head quedó prácticamente inmovilizada y casi no brandaba, pese al oleaje. Todo el mundo había salido a cubierta. Al promediar la mañana se puso en movimiento, y cuando la niebla se disipó, por más que habían hecho sonar la sirena a intervalos regulares por ambas bandas, divisaron de pronto una pequeña embarcación atravesada de frente. No sabía el capitán de dónde había salido, pero vio inesperadamente a Brouwer dando un brusco golpe de timón. Tan sólo el botalón de bauprés dio contra el otro barco. El capitán Wilkens soltó una maldición e insultó al velero, ordenándole que abandonara el castillo. Arend Bos, allí presente, consideró que el capitán trataba injustamente a su compañero, y aunque tenía edad suficiente para conocer las reglas, no pudo contenerse y le dijo que había sido precisamente esa intervención la que había logrado evitar males mayores. Acto seguido, como se merecía, el capitán lo conminó a callar.

       Eran ya dos ─y de los mejores─ los navegantes que pensaban que el capitán juzgaba con demasiada precipitación. Si bien era cierto que Brouwer no tenía derecho a sostener la rueda del timón, es obligación de todo marino, independientemente de su rango o condición, intervenir en favor de la nave al advertir en una emergencia que otros no lo hacen; el timonel era un joven inexperto, Bos no había visto el peligro, el capitán tampoco, y éste se negaba a reconocer que Brouwer lo había evitado.

       Cuando el barco volvió a navegar a vela llena, quedaron otra vez todos contentos. Pero entre el capitán y el contramaestre ya no hubo más que una gran reserva, y no intercambiaron más palabras que las que les imponían sus obligaciones.

       Mientras, la fragata había acometido su tarea, comportándose acorde a su construcción y a las expectativas, con solidez y calma, honorabilidad y perseverancia, emulando a los barcos que llevaban siglos forjando la prosperidad de Holanda, barcos cuyas historias no diferían de las de los señores y los marinos: trabajo, cuidado, retribución, lealtad.

 

 

Arthur van Schendel (título original neerlandés: Het fregatschip Jahanna Maria; publicado en 1930)

© Traducción: Diego J. Puls, con la colaboración de Rafael Lechner (publicado por Ediciones del Ermitaño, México, 2011)